Todo el mundo tiene un secreto. Tener secretos es inherente a la condición humana en tanto en cuanto se entiende a la persona como un ser social. Nos mantienen protegidos. Respaldan una imagen. Mejoran relaciones entre sus conocedores y quizá entre los desconocedores, si es que el secreto versa sobre ellos. Son necesarios. Se podría decir incluso que son sanos.
¿Pero qué pasa cuando el que tiene secretos es el estado? ¿Qué pasa cuando ese “padre” autoritario, ejemplar y protector tiene que actuar a espaldas de sus “hijos”? La política de lo políticamente incorrecto. Para muchos políticos, como Felipe González o Thomas Flanagan esos secretos no sólo (llamadme rebelde, pero yo seguiré acentuando “sólo”) son necesarios, sino que sus guardianes son casi héroes.
Algo falla.
Si nos proclamamos el adalid de la justicia no podemos actuar a sus espaldas. Si somos los mayores defensores de la democracia y la libertad no podemos atentar contra ella. Nos vanagloriamos de ser la sociedad de la comunicación siempre y cuando ésta se ciña a subir fotos nuestras hechas en el baño con el móvil. Porque en el momento en el que alguien ejerciendo su derecho a la libertad de expresión dice algo verdaderamente interesante – para ser exactos se ciñe a publicar lo que revelan fuentes confidenciales, como ha sido toda la vida en la historia de la información -, el sistema represivo, el gran hermano teóricamente inexistente; entra en funcionamiento. Ya no hay dominios para él. PayPal deja de ser la forma más rápida y segura de pagar. Y desde luego, las redes sociales pierden la esencia de su nombre.
Los políticos cacarearán: “Lo hacemos por salvaguardad la libertad, es una cuestión de seguridad”. Decía Benjamin Franklin que “El pueblo que está dispuesto a cambiar su libertad por seguridad no merece ninguna de las dos”. Sin embargo, habría que investigar sus archivos reservados para saber hasta qué punto era fiel a sus palabras.
De la revolución francesa prevalece la maxima de Votaire ¨ Mi señor, detesto lo que usted dice, sin embargo, moriría por su derecho a decirlo. Cuánto ha cambiado en el la clase política desde los tiempos de Franklin y Voltaire. A día de hoy, ni siquiera se molestan en ocultar que Julian Assange es una chinita en el zapato de la que hay que deshacerse, un objetivo claro a la altura de Al Qaeda.
Por eso, te guste o no lo que publique Wikileaks o cualquier otro soporte informativo, si crees en los auténticos principios de la democracia y la libertad, no vuelvas la cara a este ataque.